Todo parecía que empezaba a ir mejor, después de una dura temporada de trabajo y problemas personales. Por ello, estaba convencido que cogerme unos días de vacaciones sería la mejor de las decisiones. No obstante, mientras me dirigía de camino a mi destino, ya fuere por el tiempo de conducción acumulado, o por las horas sin dormir, el cansancio empezó a hacer mella en mí.
Sin darme cuenta, me había perdido entre los recuerdos de mi infancia, cuando de niño visitábamos mi pueblo natal con mis padres y mis hermanos; y la añoranza de momentos pasados que sabía no volverían.
Quizás por ello, al llegar a mi destinación me pareció que nada había cambiado. Como si el tiempo no hubiera pasado. Aunque lo cierto era, que los años habían transcurrido tan deprisa y tan callando.
Tan pronto me bajé del coche el viento de poniente me golpeó con una vaharada de ese característico olor a mar y salitre que se te pegaba en la piel. Intenté no darle más vueltas a la cabeza y me senté en el único bar del paseo marítimo que vi abierto a esa temprana hora de la mañana. Le pedí al camarero para desayunar el típico mollete con manteca colorá que no comía desde niño y un café con leche bien caliente. Así, no tenías más remedio que esperarte hasta que se enfriara y podías alargar la tertulia. Poco a poco, desde mi atalaya improvisada pude observar el lento amanecer y como la ciudad empezaba a desperezarse al compás de los primeros rayos de sol. Me encantaba aquella paz que se respiraba, aquel dulce vaivén de la brisa y la variedad de personajes a aquellas horas de la mañana.
Al terminar, me dirigí a mi hotel situado en un viejo edificio cercano a la Plaza Cabildo. Centro neurálgico de la ciudad con sus tabernas donde se despachaba desde la típica manzanilla, las aceitunas aliñadas, el pescaíto frito o la tortilla de camarones. ¡Aquella noche cenaría allí!: me dije a mí mismo.
Ya en la habitación del hotel instintivamente me dejé caer sobre la cama. Miré al techo, fijando la mirada sobre una vieja lámpara de cristal que de allí colgaba. En ella, los primeros rayos de sol de la mañana se reflejaban sobre sus cientos de péndulos de cristal, dibujando en las paredes de la habitación un arcoíris de colores como si de un calidoscopio se tratara. Sólo sé que cerré los ojos cinco segundos y al despertar había dormido más de ocho horas.
Me di una buena ducha y me vestí con ropa cómoda pero elegante. Era la hora perfecta de la tarde para empezar a hacerlo todo y no hacer nada al mismo tiempo. Al salir del hotel, una anciana sentada en una esquina vendía los últimos camarones que le quedaban después de un duro día de trabajo. Me fijé en sus manos, arrugadas y curtidas por el sol y el trabajo en el campo o el mar. Ella me saludó al pasar con una sonrisa, mientras que los camarones que le quedaban por vender, bailaban en la caja como si lo estuvieran haciendo en un tablao flamenco.
Al llegar a la playa contemplé como ésta se extendía amplia y majestuosa a lo largo de sus más de seis quilómetros de arena fina y dorada. Decidí descalzarme y dar un paseo por la orilla haciendo tiempo hasta la puesta de sol. Mis pies desnudos dejaban su huella sobre la arena mojada a cada uno de mis pasos. Después de no más de diez o doce pisadas, reparé que era mucho mejor que no levantara mi mirada del suelo, pues los restos afilados de los ostrones recubrían toda la costa y corría el peligro de lastimarme con alguno de ellos. Entonces recordé aquello que siempre me decía mi padre cuando era niño: “No serás nunca de esta tierra, si no te bautizas con sangre cortándote con el canto de alguna de estas conchas”.
Continué caminado. Empapándome de las diferentes estampas de aquella típica tarde de playa en la que, a la sombra de uno de sus chiringuitos, un grupo de viejos amigos sentados alrededor de una mesa, jugaban a las cartas compartiendo risas y confidencias.
Un tapiz de sombrillas multicolor se extendía por todo el litoral como un mosaico modernista. Bajo su amparo, se oía el bullicio de las conversaciones de la gente con su característico deje seseante y su “picha” o “gordi”. Todas las familias en corrillo con sus hamacas, sillas plegables y neveritas repletas de su tortilla de patatas, su gazpacho, su picadillo o su lomo adobado. Todos ellos de buen ver con sus carnes bien pegaditas al riñón como siempre solía decir mi madre. ¡Allí, sin ningún tipo de complejo ni pudor como debe ser!
A lo lejos escuché el repiqueteo de una campanilla e inmediatamente después, un chiquillo empezó a tirar del brazo de su padre alentándole a levantarse. Me giré hacia el repique y me di cuenta que aquel anunciaba la llegada de un carrito de helados con su típico toldo a rayas que hacía tanto tiempo que no había visto. Éste era arrastrado por la orilla, repleto de todas aquellas tentaciones dulces que tanto gustan a los niños y no tan niños, por un incansable vendedor; quien, a aquellas horas de la tarde, si había tenido suerte después de todo el día, supuse lo llevaría ya más vacío que lleno.
Cuando faltaban pocos minutos para el atardecer, decidí sentarme en la arena a una distancia prudencial del agua, por aquello que, a esas horas si te despistas, la marea sube y te atrapa. Mientras esperaba la puesta de sol, me quedé mirando curioso a siete u ocho chiquillos que, cerca de mí, jugaban al fútbol en un imaginario campo que ellos mismos habían marcado en la arena y a modo de portería, dos pares de chanclas. Los contemplé recordando mis años de mozo cuando al igual que ellos, jugaba con mis primos en la playa de los Pelos.
En ese momento, se inició entre ellos una obcecada discusión por si la última jugada había sido o no gol. Me los quedé mirando, despertándome su pelea una tierna sonrisa. Al darse cuenta uno de ellos, el más avispado y vivaracho, que les estaba observando, me preguntó:
– ¡Señor! ¿Ha sido gol o no?
– ¡Hombre! Yo creo que no -Le contesté, ante la inminente desilusión del resto de sus compañeros de equipo.
Es entonces cuando me percaté que próximas a nosotros, un grupo de tres mujeres, estaban siguiendo nuestra conversación. Entre ellas, una destacaba especialmente. Era joven, hermosa y voluptuosa. Con unos pechos exuberantes que se mantenían erguidos y empitonados como si fuesen dos miuras a punto de embestirte. Los llevaba cubiertos únicamente por un pequeño trozo de tela que apenas le tapaba las aureolas de sus pezones. Ella se percató que la estaba contemplando y me regaló una coqueta sonrisa. Conocedora y segura de su atractivo, se levantó y se dirigió hacia mí. Al llegar a mi altura, hizo un requiebro para esquivarme y encaminarse hacia el agua, mostrándome al pasar de forma descarada el contonear sinuoso de sus caderas.
En ese momento descubrí que, si hasta entonces había pensado que la parte superior de su bikini era pequeña, más lo era aún la diminuta telilla que llevaba a modo de tanga. Ésta se perdía hasta desaparecer entre las carnes mullidas de su culo. Contemplando aquel esplendoroso espectáculo empecé a sentir como los vientos calientes de la marisma de Doñana se colaban entre mi entrepierna.
Aquella exhibición lujuriosa se vio interrumpida por el inicio de la puesta de sol la cual captó toda mi atención. La gran bola de fuego que durante todo el día había estado coronando el cielo, empezó a caer lentamente, rozando el mar con una suave caricia mientras se escondía poco a poco en la lejanía. Radiaba en hermosura, pintando con una paleta de diferentes y cálidos colores anaranjados el horizonte. Sobre el océano se calcaba su bello reflejo, iluminando con una estela plateada las pequeñas embarcaciones de recreo que, amarradas en medio de la desembocadura, se dejaban mecer por la marea. Era una visión demasiado bella para poder ser descrita con palabras.
Absorto ante ella, me recreé en mis pensamientos, sabedor de la brevedad de mi vida y queriendo apresar la belleza del momento. Intenté atesorarlo entre mis recuerdos. Reteniendo cada color, cada olor, el sentir de la brisa fresca de poniente sobre mí piel y la melodía de una canción que, a lo lejos, empezó a escucharse y decía: “que se despierta por la mañana, me llena el cielo de gaditanas. Las niñas bailan envueltas en lunas, con sus vestidos bordaos en espuma”. Era como si el tiempo se hubiese detenido. Consciente que la función al día siguiente se repetirá de nuevo en un interminable bucle en el que, si eres afortunado y tu vida te lo permite, volverás a formar parte.
El ronronear de mis tripas hambrientas me despertó de mi ensoñación. Pues desde el mollete de la mañana, me percaté que no había comido nada. Como había planeado previamente, me dirigí hacia el centro para mirar de picar algo en alguno de sus bares. Al llegar a la plaza, me llamó la atención como en una de sus esquinas, se agolpaban en corrillo un grupo de gente. Decidí encaminarme hacia allí para ver el motivo de aquella aglomeración. Me abrí paso entre ellos con la desvergüenza que me caracteriza hasta situarme en primera fila. En el centro, un muchacho de no más de dieciséis años, delgaducho y desaliñado, aporreaba las cuerdas de una vieja guitarra española resonando la melodía de lo que pretendía ser una bulería. Mas sus dotes artísticas quedaban bastante lejos del arte y embrujo de maestros como Paco de Lucía o Ramón Montoya.
Entre los vítores y los Olés de la genta, una joven menuda, enjuta y de tez morena bailaba al compás de la guitarra. Su pelo negro azabache lo tenía recogido en un moño alto y coronándolo como único adorno, un clavel rojo. Su rostro era racial, con unas facciones marcadas en la que destacaba una nariz prominente pero armoniosa. Un rojo carmín medio descolorido decoraba aún sus labios gruesos y carnosos. Pero lo que más me llamó la atención, fueron sus ojos grandes, vivarachos y expresivos en los que parecía que uno podría perderse para siempre.
Iba vestida con un ajustado vestido negro de cola con los bajos desgastados por el paso del tiempo y las horas de baile. El traje perfilaba las finas líneas de su figura. Sobresaliendo por su marcado escote, lo que se entreveía eran dos pequeños, pero prietos y turgentes pechos.
No obstante su delgadez y aparente fragilidad, la fuerza con la que se movía y la entrega, pasión y concentración de su zapatear, denotaban su arte racial y su temperamento. Toda ella rezumaba por cada uno de los poros de su piel, el duende y la gracia de su raza gitana. Me quedé prendado mirándola. Intentando captar el trazo efímero que dibujaba en el aire cada uno de sus movimientos como una estela que hacía visible aquello invisible. Pisaba con fuerza, pero con una gracia y seguridad que te hacían pensar que cada uno de sus movimientos estaban pensados y estudiados. Mas su baile, era fruto de un arte improvisado que, por mucho que uno quiera, jamás podrá volver a repetirse.
En aquel momento, el último acorde de la guitarra dejó paso al silencio y a la quietud, y éstos a los instintivos aplausos y vítores de la gente que allí se congregaba. La gitanilla, orgullosa y conocedora de su talento, se dejó querer durante unos segundos por el público. Con garbo y cogiendo la gorra que el delgaducho muchacho llevaba en la cabeza, se dirigió al gentío y les dijo:
– ¡Señores y señoras! Espero que les haya gustado nuestra actuación. A ver si en prueba de ello, nos pueden regalar a mi compadre y a mí unas cuantas moneditas.
Al llegar a mi altura, nuestras miradas se encontraron. De forma coqueta, se apartó un mechón de pelo de su tez sudada. Rebusqué en mí monedero y dejé caer en su gorra un billete de cinco euros, por aquello que ni poco ni mucho. Ella me mantuvo la mirada de forma descarada y me sonrió pícaramente a modo de gratitud. Toda ella desprendía un aroma racial que me provocó una sensación de vértigo como hacía tiempo que no había sentido.
En ese instante, alguien a mi izquierda la cogió del brazo tirando fuertemente de ella. Se trataba de un joven inglés corpulento y pelirrojo quien se encontraba junto a un grupo de amigos. El mozo aparentemente borracho intentó abrazar a la muchacha al tiempo que le dijo:
– ¡Show me now how you dance! -Indicándole con el cuerpo que quería que ésta le enseñara como bailar y lo hiciera para él.
– ¡Mirad el inglish pitinglish este! ¡Qué dice que quiere que le enseñe el “chumino”! – Contestó la gitanilla de forma airada al tiempo que con un extraño movimiento le abrazó y le hizo girar sobre sí mismo.
Inmediatamente después de ello, la joven hizo una señal al chiquillo que la acompañaba y ambos de forma rápida y nerviosa recogieron sus cosas despidiéndose del público. Al observar aquello, todas mis alarmas y mi sexto sentido de viejo sabueso se encendieron.
Velozmente se apartaron del bullicio y se encaminaron hacía una calle adyacente a la plaza que estaba poco iluminada y que unía el centro con la parte antigua de la ciudad. Decidí seguirles a cierta distancia. Mas tras unos pocos metros, la gitana se percató de mi presencia y con una señal advirtió a su acompañante. Cada uno de ellos empezó a correr en sentidos opuestos. Rápidamente reaccioné y comencé a perseguirles con la certeza que a quien debía seguir era a la gitanilla.
Para aquel entonces, tan solo a unos metros de nosotros, en la Plaza Cabildo, el joven inglés borracho descubrió algo que yo hacía minutos antes que ya sabía, le habían robado la cartera.
Entre nosotros se inició una persecución por una cuesta empinada y adoquinada que conectaba el barrio alto de la ciudad con el centro. Aún ahora, no soy capaz de entender como aquella enjuta muchacha, vestido de cola en mano todo arremangado y tacones, fue capaz de sacarme distancia. Lo cierto es que, la vi llegar al final de la calle y perderse en la esquina de una vieja nave. Cuando llegué a su altura, me di cuenta que en la pared del edificio había un agujero por el que, con total seguridad, se había metido. Así que hice lo propio y la seguí.
Al entrar en el almacén y después de los segundos necesarios para que mi vista se acostumbrara a la oscuridad, me percaté que me encontraba en una vieja bodega abandonada. Sus altas paredes repletas de moho, estaban rematadas por unos grandes ventanales abiertos que me recordaron a la nave central de una catedral. La única barrera que nos separaba del exterior, eran unas ajadas cortinas de esparto por las cuales se mecía la brisa marina y se filtraba la poca luz de la calle. En el centro de la sala se apilaban cientos de barricas de madera de roble americano las cuales, seguramente en un pasado, guardaron vinos sabios que fueron historia y vieron pasar guerras civiles, mundiales y pandemias. Entre aquellas paredes no se hablaba de años, sino de tiempo y paciencia.
Escuché un ruido proveniente del fondo de la nave y decidí encaminarme hacia él. Situado en un extremo del recinto había un viejo mostrador de madera en donde antaño se despachaba el vino. En aquel momento, el sonido de una respiración agitada delató a su dueña. Me asomé a la barra y tras ella escondida estaba la muchacha. Al verse descubierta, con el desparpajo propio que hasta entonces ya había demostrado, salió de su escondrijo. Su melodía al caminar sonaba alegre como la de unas castañuelas y de forma salerosa me dijo:
– ¡Ojú! ¡Qué canguelo! ¡Me había asustado usted! ¡Pensaba que era un maleante que quería quitarme mi parné y resulta que es el alto guapetón de la plaza!
– ¡Va niña! ¡Entrégame la cartera que has robado si no quieres tener problemas! -Le advertí acercándome a ella.
– ¡Ni que fuera usted un madero! -Me replicó de forma burlona.
– ¡Pues resulta que lo soy! Y os he visto como la sisabais en la plaza.
– ¿Y se puede saber qué hace un madero por estos andurriales? Tú no eres de aquí. No te he visto nunca y estoy segura que me hubiera fijado -Me respondió de forma picarona y guiñándome un ojo
– Estoy de vacaciones – Le argumenté sin saber aún porque le estaba dando todas aquellas explicaciones. – ¡Pero va, no me líes! ¡Entrégame la cartera!
– ¡Nanay! ¡Yo no he mangado ninguna cartera! – Me replicó esta vez airada y haciéndose la ofendida.
– ¿Qué quieres que te registre o me la entregas ya?
– ¡Ya tardas! ¡Va cachéame! ¡Yo no pienso pringar por algo que no tengo! -Protestó levantando sus brazos y retándome se acercó aún más hacia mí.
Me miró con aquellos expresivos y enormes ojos negros azabache que tenía y, un intenso escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Entonces, tuve claro que el deseo que sentía hacia ella, una vez más, topaba de frente con mi deber como servidor de la ley. Pero al igual que en otras ocasiones, me dejé llevar por mi instinto y por las ansias de poseerla. Me acerqué lentamente situándome a pocos centímetros de ella esperando su reacción. La gitanilla levantó la cara y desafiante me mantuvo la mirada. No sé si fui yo el vencedor o realmente su presa, pero llevado por mis ansias, la besé apasionadamente. El contacto de mis labios con los suyos, carnosos y suaves, me supo a manzanilla dulce.
Después la cogí por la cintura y la aupé hasta sentarla en el mostrador. Instintivamente, ella se arremangó el vestido dejando al descubierto sus piernas delgadas. Situé mi cabeza entre ellas y empecé a besar suavemente su piel olivácea. Olía a sudor, avellanas y a feria. Poco a poco, le fui quitando la ropa interior descubriendo su frondoso pubis. Remojé uno de mis dedos en su copa, para después degustar y lamer el salino y dorado elixir que me ofrecía. Sediento me abalancé sobre ella, exprimiéndola y dejando que mi lengua recorriera cada uno de los pliegues de su vulva. Me recreé juguetonamente en su clítoris, succionándolo delicadamente para ofrecerle el máximo de los places. Ella gemía moviendo su pelvis al compás de cada una de mis lamidas. El calor y la calima que empecé a sentir en mi bragueta eran iguales al fuego que emanaba de su entrepierna.
Disfrutaba de cada suspiro y gemido que se desprendía de su boca. Entre sus piernas me sentía como en casa. En aquel momento, ella descendió de la barra y me empujó para que me recostara sobre unos sacos de rafia que había en el suelo. Me desabrochó el pantalón y me lo bajó, dejándome desnudo de cintura para abajo. Sentía como mi miembro erecto palpitaba caliente y deseoso. Expectante por recibirla y sentirla.
La gitana se descordó el vestido y lo dejó caer al suelo. Su cuerpo era menudo y delicado, pero poseía las curvas justas para que me pareciera muy atractivo. Sus pechos pequeños se mantenían firmes y punzantes. Se situó dándome la espalda y poco a poco, fue sentándose sobre mí para montarme. Con una de sus manos cogió mi pene y con un movimiento diestro y certero se lo introdujo entre sus piernas. Primero solo la puntita como si su cuerpo tuviera pudor de lo que estaba haciendo. Pero lentamente, fue descendiendo decidida y deseosa. Estaba bien húmeda y caliente, pero quizás por su juventud o por otras razonas que no llegó a confesarme, era estrecha de coño.
Con un fuerte enviste terminé de penetrarla permitiendo que mi polla tocara fondo y destapando el velo de flor que guardaba su más preciado tesoro. Ella reaccionó instintivamente con un gemido apasionado al tiempo que, empezó a mecerse rítmicamente. Notaba como todo mi miembro entraba y salía gradualmente, rozando sus apretadas paredes lo cual me provocaba un placer como hacía tiempo que no había sentido. Con cada una de mis acometidas su cuerpo fue descontrolándose y sus gemidos se volvieron como el más pasional de los cantes flamencos.
El moño con el que hasta entonces había mantenido recogido su cabello se aflojó, dejando su negra, larga y espesa cabellera libre. La cogí con una mano y tiré de ella para llevar su torso hacia atrás. Ella no dejó de moverse retozando de placer en un vaivén desbocado. Sus piernas se aferraron fuertemente a mis caderas, oprimiendo mi pene dentro de ella, lo que me causó un intenso placer. Mi corazón se aceleró dejándome sin respiración y advirtiéndome que no podría aguantar mucho más. Fue entonces cuando de su garganta fluyó un hondo quejido, desencadenando que ambos nos abandonáramos al placer y nos corriéramos a la vez.
Nos vestimos en silencio. No era necesario decirnos nada. La miré a los ojos y la besé por última vez. Pero antes de dejarla marchar le pregunté:
– ¡Gitana! ¿Tú me querrías?
Ella primero se quedó callada. Luego me miró y me respondió:
– Usted ya lo sabe. ¡Más que a mi alma!
Caminaba pensativo por las solitarias calles de camino a mi hotel, dejando atrás los pequeños patios encalados con sus macetas colgantes repletas de geranios. Aunque era tarde, en ellos, alguna que otra señora con su delantal fijado con dos imperdibles, su moño alto y sus alpargatas; preparaba entre el olor a suavizante y a papas hervidas, la que sería la ensaladilla para la comida del día siguiente.
Iba absorto entre mis pensamientos, rememorando cada uno de sus besos, de sus caricias, de sus suspiros. Sabedor que aquella gitanilla era como un vino en movimiento el cual no se podía guardar, pero que siempre permanecería en mí como el vacío de su recuerdo, de su baile y del silencio que quedó después de sus gemidos. Pues como escribió Calderón en uno de sus versos: “Lo que nos queda es lo que nos queda”.
La Ninya Mala
Nota de la autora: Cualquier parecido de sus personajes con la realidad, es pura coincidencia.
Tu ausencia mejora tu escritura, has madurado en sabiduría! El brigada sigue siendo un personaje de cómic, donde tus bellas palabras adornan la escena…para mí, el mejor de tus relatos!!! Un beso y abrazo mi tierna «NinyaMala «
Mil gracias como siempre Fèlix por tu comentario. Me alegra que te haya gustado el relato. La verdad es que intento que mis relatos salgan del corazón, pero lo cierto es que éste
aún más que los otros.
Un beso y gracias por leerme
Una narrativa genial que nos evade y nos sitúa allí donde la escritora quiere, allí donde todos quisiéramos ser por un momento los personajes. Un relato escrito con la humildad y sutileza necesaria para que no nos demos cuenta de que el verdadero protagonista de la historia eres tú mi querida Ninya mala.
Gracias por este regalo envuelto en lazos de una vida, de un lugar y de unos sentimientos compartidos.
“ será que la brisa del río al encontrarse con el mar me regalaron tus besos, será que estuve de vacaciones en tu pecho”.
Oh! Mil gracias por tus palabras…
Me alegra te gustara y que te evocara momentos bonitos. La verdad es que intento que todos mis relatos tengan parte de mi corazón y de mis sentimientos. Pero te confesaré que éste quizás se ha llevado un pedacito mayor.
Mil gracias por tu dulce comentario. Será …