Me lo merecía.
Literalmente, me merecía el azote que me acababa de dar en el culo. Su gran mano con sus largos dedos había quedado íntegramente marcada en mi trasero cual tatuaje. El resonar de ese !Splass! que me recordaría lo mala que había sido. Me había sorprendido obligándome a girarme instintivamente con cara de estupor y enfado. Notaba como las carnes de mi glúteo temblaba como un flan, aunque considero que aún las tengo bastantes prietas, ya fuere por mis horas de gimnasio o por la genética heredada de mi padre.
Analizando ese momento ahora con el tiempo, reconozco que no obstante saber que me merecía el azote, lo peor de todo fue el latir del dolor en mí orgullo herido de niña consentida.
Pero yo no era la única culpable. Él también era responsable y partícipe de aquel juego. Él era mi consentidor, permitiéndome muchos de mis caprichos. Dejándose llevar por mis locuras y juegos que en el fondo le encantaban. Con él era incapaz de ser esa niña buena de antaño. Conseguía que aflorara mi parte más pícara, juguetona y desinhibida. Aquella pequeña diablilla que batallaba contra la niña dulce, tierna e ingenua, encerrándola en el armario con llave y doble candado. Esas dos dualidades de mi misma.
Ambos nos buscábamos, volviendo a pecar el uno con el otro. Regocijándonos en las redes de la pasión que solamente el contacto de nuestros cuerpos nos proporcionaba. De aquel cuerpo de hombre maduro y experto que tan bien se llevaba con el mío. Él era mi perdición y yo la suya.
Aquella mañana de domingo la culpa había sido toda mía. Sé que le busqué e inconscientemente nos encontramos. Recuerdo aún su mirada de estupor al verme cruzar la puerta de la cafetería. Él sentado en su mesa preferida con su café de las ocho y el periódico de los domingos. Aquel que siempre pedía prestado a la kiosquera de la esquina a quien pagaba con una sonrisa y bonitas palabras.
-¡Buenos días! ¿Usted por aquí tan temprano? -Recuerdo haberle comentado a sabiendas que le encontraría allí sentado.
-¡Buenos días Niña! ¡Sí, mira! Me acueste a la hora que me acuestes, mi café de los domingos a las ocho es sagrado. Además a esta hora estamos los parroquianos de siempre y se respira un silencio y tranquilidad que no lo disfruto más tarde.
-¡Uiix! ¿Parroquianos? No le hacía a usted tanto de misa.
– Mira, ¿qué quieres? Como siempre le digo a un cura amigo mío: Somos humanos y pecadores y yo quiero continuar siéndolo. Por ello, siempre llego diez minutos antes de que termine la misa, para que así a Dios no le dé tiempo a perdonarme – Me respondió con una sonrisa burlona en las labios.
– ¡Ya veo, ya veo! Buenos si no recuerdo mal de mis años en el cole de monjas, dos de los Mandamientos eran que no debemos desear la mujer del prójimo y que no debemos cometer actos impuros. Y creo que usted no lleva bien eso de cumplirlos -Le repliqué al tiempo que le guiñaba un ojo.
Él se quedó cortado por mi rápida y mordaz respuesta. Quizás sorprendido, quizás un poco molesto. Pero me siguió el juego y con una sensual mirada recorrió la distancia que separaba mis labios carnosos de mi escote turgente, dándome a entender que me deseaba.
– Bueno, me despido ya. Le dejo con su café y su periódico. Si esta tarde de domingo a eso de las cinco le apetece otro café, estaré en casa. Sé que sabrá llegar perfectamente -Le dije marchándome sin esperar su respuesta, aunque por la manera en cómo me había estado mirando, sabía perfectamente el sentido de la misma.
A las cinco menos un minuto sonó el timbre de mi casa. Siempre tan puntual como él mismo. Siempre llegando a la hora exacta a todas partes. Parecía que con ello, intentara no quebrantar sus más fieles principios como si de un dogma de fe se tratara. Excepto como él mismo decía cuando le hacías referencia a ello: » Sólo quiero llegar tarde el día de mi entierro».
Al abrir la puerta, simplemente me miró con semblante serio y mirada enfadada. Me acerqué a él ilusionada y con una sonrisa para besarle. Inmediatamente me apartó con la mano.
– ¡No me beses! ¡Quítate la ropa! -me atisbó con un tono autoritario.
– ¿Perdona? ¿Pero quién te has creído que eres? – Le respondí.
– ¡He dicho que te quites la ropa! – insistió más rudo si quiera que antes.
Comprendí, por la sonrisa que intentaba ocultar entre sus labios, que ese iba a ser nuestro juego de aquella tarde. Nuevamente, poco a poco empecé a acercarme a él con la idea de no seguir sus normas, revelándome juguetonamente para robarle el beso que deseaba. Pero él me vio venir y rápidamente me cogió por la muñeca. Con un diestro movimiento me volteó sobre mi brazo, dejándome inmovilizada, de espaldas a él y a su merced. Empezó a bajarme los leggings negros que llevaba, metiendo su diestra mano entre la comisura de mis piernas. Acariciando suavemente mi sexo aún por encima de mi ropa interior. Sus suaves y expertas caricias fueron la llama que encendió mi excitación. Sabía perfectamente cómo debía tocarme para que lo deseara como si de una droga se tratara. A cada roce de las yemas de sus dedos sobre mi piel todo mi cuerpo se estremecía. Con experta maestría, fue adentrándolos en mi entrepierna, profundizando hasta encontrar la humedad que ya era presente en mi. Al notar mi disfrute, paró en seco a modo de castigo y de forma brusca me arrancó la ropa interior, mientras seguía sujetándome de espaldas a él. Intenté liberarme, pero él era más fuerte que yo.
– ¡Va Niña no seas mala! – Me susurró al oído, mientras metía su mano en mis pechos. – ¡Pórtate bien!
– ¿Por qué tendría que hacerlo? – Le respondí.
– ¡Por qué yo te lo ordeno! Esta mañana no te has portado nada bien viniendo a mi cafetería y te mereces una reprimenda por ello. Cuando te he visto, ya no he podido leer tranquilamente mi diario y solo deseaba besar tus labios. Eres mi dulce pesadilla.
– ¿Ah sí? ¿Entonces porque no me deja que le bese?
– Porque sé que si lo haces, luego me gusta y siempre quiero repetir. Porque no hay manera de que salgas de mi vida. Mira que lo intento, pero siempre termino por volver a ti.
Fue entonces cuando nuevamente intenté soltarme, haciendo caso omiso a sus exigencias. Fue entonces cuando él me propinó aquel azote en el culo. Aquel bofetón que reconozco me merecía al no seguir sus órdenes. Al intentar una vez más, salirme con la mía como la niña consentida que él avivaba con cada beso y caricia. Después de aquel azote, de mi cara de estupor y enfado, me giró hacia él y agarrándome fuertemente empezó a besarme.
Entre la pasión de nuestros besos, nos condujimos instintivamente al salón. Allí le empujé sobre el sofá y me senté a horcajadas sobre él como tantas otras veces había hecho. Rozando mi sexo contra su miembro en un movimiento dulce y acompasado como tanto nos gustaba a ambos. Intenté nuevamente besarle mientras le miraba a los ojos, mientras me perdía en su mirada.
– ¡Va prou bicho! ¡Va bicho malo para! – Me dijo, al tiempo que me levantaba con fuerza y me tiraba sobre el puff del salón.
Quedé allí tendida. Con mi cuerpo completamente desnudo entregado a él. Abrí mis piernas ofreciéndome. Ofreciendo mi sexo excitado y húmedo cual ofrenda dispuesta en el altar que aquella tarde se consagraba exclusivamente para él.
Él se arrodilló entre mis piernas, posando su cabeza entre mis carnes. Su lengua empezó a recorrer mi entrepierna, acariciando y humedeciendo cada uno de los rincones de mi excitación. De forma experta se recreó en mi clítoris, haciéndome gemir a cada uno de sus lametazos. Succionando con sus labios todo el elixir que fluía de aquel cáliz. El contoneo de mi pelvis se iba volviendo más y más frenético, siguiendo el ritmo marcado por mi excitación. Simplemente era capaz de gemir y agarrar con una de mis manos el puff y con la otra, fuertemente su cabeza para que no se apartara de allí. Para que siguiera comiéndome toda entera.
Entonces me di cuenta que ya no era capaz de reaccionar ni de controlar mi cuerpo. Toda yo me movía de forma apasionada conducida por los espasmos que se suponían iban a ser el preludio de mi orgasmo. Mas en aquel momento, él paró secamente y se apartó.
-¿Me dejas así?
– Sííí. No te has portado bien. Por hoy ya tienes bastante.
– ¿Ah sí? ¿Estás seguro? – Le pregunté mientras me acariciaba el clítoris con mis dedos masturbándome y sin dejar de mirarle fijamente a los ojos a modo de provocación. Aquellos ojos que me miraban con el mismo deseo del primer día.
Él se sentó en el sofá enfrente mío. Se bajó los pantalones y sus calzoncillos y empezó a acariciarse mientras no dejaba de contemplar el espectáculo que yo le ofrecía. Mi excitación era toda para él. Mis ganas de sentir su miembro duro, eran todas para él. El contonear de mis caderas deseándole dentro de mí, eran todas suyas. Mi humedad, mis gemidos, el sudor de mi cuerpo apetente, todo era para él. Sólo deseaba que me penetrara. Pero él se mantenía expentante a corta distancia con su miembro excitado en la mano, mirándome mientras yo me masturbaba y le hacía gozar con el espectáculo de mi excitación.
En aquel momento, empezó a acariciarme, metiendo sus dedos en mi humedad al tiempo que miembro en mano seguía masturbándose. Yo no podía parar de gemir, de suspirar, de contonearme ante su atenta mirada apasionada y deseosa. Nuevamente, él se detuvo a sabiendas que yo solo anhelaba que me penetrara y me follara como si aquella tarde no tuviera un mañana.
-Sigue tu. Yo no quiero follarte. ¡No quiero follarte coño! -Me suspiró apartándose de mí. Apartando sus dedos de mi entrepierna y echándose hacia atrás.
– ¡No! – Gemí suplicándole sin dejar de acariciarme. – Ya sabes cómo va el juego: Tú me la tocas y yo te la meto – Le repliqué.
Mis gemidos se volvieron más fuertes y acompasados, siendo el preludio y testigos del orgasmo que estaba a punto de recorrerme. Entonces él me hizo callar de la manera que yo más deseaba: penetrándome. Dándome de forma fuerte y acompasada con su miembro duro y caliente. Recorriendo cada rincón de mi oquedad que a cada movimiento de su cuerpo entrando y saliendo, conseguía que mi placer fuera en aumento.
Él empezó a gemir deseoso. Me estremecí, dejándome llevar por el éxtasis del más ardiente de los orgasmos. Entonces noté que a diferencia de otras veces en que prolongaba a su antojo la posibilidad de continuar jugando, se dejó llevar para correrse.
-¡No! ¡No te corras aún! – Le supliqué entre gemidos de placer mientras él seguía dándome con fuerza.
– ¡Sí! ¡Hoy voy a correrme ya! – Me respondió jadeando y con una voz burlona de quien se sabe que controla y domina la situación.
-¡No! ¡Espera que llegue nuevamente! ¡Déjame llegar contigo! -Le recé.
Y en ese momento, como en tantas otras ocasiones habíamos hecho, nos corrimos juntos gozando el uno del otro del orgasmo que ambos nos merecíamos y nos proporcionábamos.
Aquella tarde, sé que me merecía su azote. Pero también, sus caricias, sus besos, su deseo, su excitación. Todo aquello llegó y fue fácil de conseguirlo. Pero también sé que me hubiera mecerido su cariño, su respeto, su amor que, ahora soy consciente, no los tuve.
En el fondo, quizás será verdad que soy una niña consentida que sólo desea conseguir lo que anhela. O quizás, soy una niña que no es tan mala y solo anhela querer y sentirse querida.
Sea como fuese, aquella tarde de domingo él y yo jugamos a un juego, al juego del Teto en el que tú me la tocas y yo te la meto.
¿Y tú? ¿Has jugado alguna vez?
La NinyaMala
Ostres!!! Sembla que al final es pot deixar un comentari…després de tants dies, l’enfado inicial de la teva absència s’ha diluït i ha passa’t a l’alegria!
Una abraçada!!
Uixxx Felix|
No te enfades conmigo, venga. A veces hay momentos y circunstancias que no podemos controlar.
Espero que independientemente a todo el relato te gustara.
Un beso
No me enfado mi NinyaMala, es que me tenias preocupado…todos tenemos derecho a tomarnos una pausa, un gran abrazo 🤗