Estaba acostado sobre las sábanas de revueltas de mi cama completamente desnudo y algo sudoroso. Se notaba aún el bochorno del que había sido un caluroso día de principios de verano. Por una rendija de la ventana de mi habitación se asomaba tímidamente el reflejo de las luces de la calle. En silencio y con la mirada perdida entre las sombras que se desdibujaban en el techo del cuarto, todos los sonidos de la noche se acentuaban amartillando mi cabeza.
Desde siempre, con solo cinco o seis horas de reposo nocturno he tenido suficiente y raro ha sido el día en que pasadas las seis de la mañana, ya no estoy fuera de la cama. Pero hacía semanas que no conseguía dormir como era habitual en mi.
Le temía al paso de las horas, pues sabía que la noche llegaría como si de una jauría de lobos hambrientos se tratara. Algunos días, esos lobos me daban un poco de tregua y no eran muy despiadados. Pero otros, la mayoría de ellos, se ensañaban conmigo como un cruel carcelero. El tiempo pasaba muy despacio. Los minutos se discurrían lentamente como si fueran horas que me ahogaban, estrangulándome entre mis propios pensamientos y ensoñaciones. Miré el reloj y aún eran las cuatro y media de la madrugada.
Cansado de dar vueltas en la cama decidí levantarme. Me asomé a la ventana para comprobar que la quietud de la calle desierta seguía siendo la misma de cada noche. Me encendí el que sería mi primer cigarrillo de aquel nuevo día. Le di las primeras caladas a aquel fino Marlboro Touch azul, sujetándolo entre mis dedos índice y corazón de aquella manera tan peculiar. Un estilo de fumar que había adquirido en mi adolescencia. Copiado quizás, de forma inconsciente, de los actores fetiche del momento y que tanto se había estilado entre mis compañeros de juergas.
Perdido entre el humo de mis propias caladas y pensamientos, ella vino nuevamente a mi mente. No conseguía apartarla de mi cabeza. Soñaba con su cuerpo semidesnudo esposado aún sobre la cama. Las curvas sinuosas de su tersa piel. Sus labios carnosos y sonrojados que se abrieron para mí. Sus ojos verdes, felinos y penetrantes que tanto me eclipsaron. Y aquella forma astuta y fría que había tenido de burlarse y escaparse de mí.
Sabía que aquel fatídico día había cometido muchos errores. Había roto todos los protocolos de actuación que durante tantos años habían sido mi salvoconducto y mi mantra. Me había dejado llevar por la atracción, el deseo y la pasión que aquella mujer hermosa, su cuerpo, sus labios, sus ojos y su olor habían despertado en mi. Un deseo inusitado aun estando de servicio y en plena investigación. La dejé escapar. Bueno, ella escapó de mí. Dejándome con un regusto dulce a la par que amargo en mis labios. Y con aquel frustrante sentimiento de rabia y incredulidad apuñalando mi ego. Pero lo peor de todo no fue eso. Ni la impotencia de saberme burlado. Ni haber de callar ante mis compañeros y superiores. Lo peor era que después y no obstante todo, no podía quitármela de la cabeza.
Se me aparecía por todas partes. En los reflejos de los escaparates de mi barrio. En el perfil del rostro de aquella madre de dos niños que tranquilamente estaba sentada en un banco del parque. En la chica encargada de la limpieza de los vestuarios del gimnasio. Al girar la esquina o apoyada en la barra de mi bar de costumbre cada mañana cuando me reunía con mis compañeros.
No le había explicado nada de lo ocurrido a nadie, ni siquiera a Sancho. Quizás por vergüenza o por pudor al ya saber de antemano lo que opinaría. Él, frío y calculador no dejaba puntada sin hilo y siempre me repetía que en temas del corazón: «Primero debía ser yo, después yo y siempre, solo yo». Pero cierto era que, al conocernos de tantos años Sancho me había notado extraño y una mañana desayunando durante la que nosotros llamábamos nuestras reuniones de sabios, me había dicho: <Rubén tío, ¿se puede saber qué te pasa? ¡Hace días que estás ausente y me llevas una cara que es todo un poema!> Por supuesto, intenté disimular no dándole importancia y achacando mi estado de ánimo al estrés del trabajo.
Ni siquiera el hecho que Jacinto hubiera regresado a nuestras reuniones después de un auto impuesto confinamiento por su temor enfermizo a que las relaciones sociales y el frecuentar los espacios públicos le pudieran llevar a contagiarse del tan temido Covid, había podido quebrantar mi aislamiento y abstracción.
Jacinto era otro de mis compañeros y mejores amigos. Aunque no compartíamos tareas dentro del cuerpo, ya que él formaba parte de la patrulla de costas, nuestras inquietudes solían ser las mismas. Conocía a Jacinto desde que siendo solamente un crío y aún para destetar, llegó recién licenciado de la academia desde su Badajoz natal con una pequeña maleta como único equipaje. Nuestro primer encuentro fue un día que tuve que amonestarle por un descuido con su arma siendo él un simple guardia y yo su superior. Quizás por ello, o porque en el fondo le va la marcha, buscó después de aquel encontronazo, el cobijo y la protección de mi ala como si de un polluelo se tratara. Nos hicimos tan amigos que llegamos al extremo de compartir piso durante un tiempo antes de ambos casarnos con nuestras respectivas mujeres.
Jacinto se erigía más blanco que el merengue y más de derechas que Franco, pero tenía un gran corazón que le convertían en un gran hombre en quien siempre podías confiar.
– Buenos días Rubén, ¿cómo lo llevas hoy? – Me dijo mientras se sentaba a mi lado, al tiempo que saludaba a Sancho con un simple movimiento de cabeza.
Jacinto tenía un carácter bastante peculiar. Se podría decir que él y Sancho eran como el agua y el aceite. Se conocían y toleraban por el trabajo, pero el carácter risueño y la verborrea constante de Sancho sacaba de quicio a Jacinto. Para ser sinceros, su único punto de unión era yo. Pero cada uno de ellos con sus peculiaridades y rarezas, me daban aquella estabilidad que necesitaba en mi vida.
– ¡Rubén hombre alegra esa cara! ¿Se puede saber qué te pasa desde hace días? Traes un careto que pareces un muerto – Me asestó Jacinto directo como él era.
– ¡A ver si a ti te lo cuenta! Yo llevo días insistiendo y no le he sacado nada aún -Añadió Sancho, uniéndose al que parecía sería un ataque directo y premeditado de los dos hacia mí.
– ¡Nada chicos en serio! Simplemente estoy agobiado por el trabajo y los asuntos pendientes. No puedo dormir bien cuando tengo preocupaciones en la cabeza, ya sabéis como soy. Además el teniente está especialmente quisquilloso conmigo desde hace semanas -Les respondí intentando justificar mi estado de ánimo, pero a sabiendas que les escondía a mis mejores amigos la verdad de lo que me sucedía.
– No sé, no sé. Otras temporadas hemos tenido mucho más trabajo y presión que ahora y no estabas así -Replicó Sancho mirando de forma cómplice a Jacinto quien al tiempo asintió.
– ¿Seguro que no estarás metido en uno de tus líos de faldas, no? Mira que siempre te digo que debes estar tranquilo. Que no te impliques demasiado en una relación. Que ya no tenemos edad para sufrir por una mujer.
– ¡Que no chicos! No os preocupéis, en serio – Les respondí a ambos con el remordimiento de saber que les estaba mintiendo.
– Bueno, pues si no es cosa de faldas no sabes el peso que me quitas de encima -Siguió Jacinto con una mueca de sincero alivio en su rostro.
– Pues Rubén, si quieres cambiar de aires y perder de vista unos días al teniente, hoy he visto publicado en el boletín interno que buscan voluntarios para una comisión en San Sebastián – Me informó Sancho quien siempre estaba al corriente de todas las novedades y convocatorias que salían en el Boletín del cuerpo. -No sé muy bien el motivo, pero creo que se trata de ir como refuerzo en tareas de seguridad. Están buscando voluntarios para cubrir posibles altercados que pudieran producirse durante los días del Festival de Cine que todos los años se celebra en la ciudad.
– ¡No sé cómo lo haces para estar siempre enterado de todo, jodido! ¡O es que no trabajas en tu unidad! – Le asestó Jacinto con un tono sarcástico que sonó claramente a una crítica.
– ¡Ostras, pues no tenía ni idea! No me vendrían nada mal la verdad unos días fuera del alcance de la mirada inquisitiva del Teniente. Buen clima, buen ambiente, buena comida y bellas mujeres -Respondí rápidamente para suavizar la tensión que se palpaba entre ambos.
Conocía bien Donostia, había estado destinado a Inchaurrondo a los pocos años de graduarme sobre el 88 o 89. Aquel no había sido el mejor de mis destinos. Pues en aquellos años en los que por pensar diferente o por vestir de verde podías salir volando por los aires o terminar con un tiro en la nuca, debías mantenerte en guardia y con los cinco sentidos las 24 horas del día. Por aquel entonces, quien era nuestro capitán había obligado a que todos los vehículos calcinados o explosionados en los que habían muerto compañeros, fueran apostados como centinelas desde la entrada de las dependencias cuartel. Ellos eran los fieles soldados de la memoria que te recordaban día a día, como podías terminar si bajabas la guardia. La verdad es que no fueron unos meses nada tranquilos. Pero, a excepción de los que llamábamos «los hijos de buena cuna» todos debíamos pasar por ese destino. Ahora por suerte las cosas habían cambiado y estaban mucho más calmadas. Así que, decidí rellenar la solicitud por aquello que quizás como me había dicho Sancho, me vendría bien un cambio de aires durante unos días. Para mi sorpresa me lo concedieron. Por lo que llegada la fecha y en pleno mes de septiembre, preparé las maletas y partí como uno más hacia San Sebastián.
La ciudad había cambiado mucho durante todos aquellos años y más ahora en plena ebullición por los preparativos del Festival de cine. Pero continuaba teniendo aquella elegancia señorial de la época dorada de la Belle Époque. La bahía de la Concha seguía siendo, tal y como yo la recordaba, el alma de la ciudad. Su hermoso paseo con su icónica barandilla de hierro blanco y sus farolas continuaba allí. Actualmente, acompañadas de diversos conjuntos escultóricos de arte moderno que le daban un toque vanguardista a la avenida. Bajé del vehículo y una primera bocanada de aire fresco del norte, unido al aroma tan característico a mar y salitre, me golpearon en toda la cara. Ante mi, se levantaba imponente el Palacio de Congresos y Auditorio Kursaal, el cual cuando estuve destinado allí por primera vez no estaba aún construido. Por aquel entonces, el Kursaal era simplemente un gran solar no ausente de polémica.
Mis labores durante aquella comisión consistirían en la vigilancia durante la gala inaugural y la fiesta posterior que se celebraría en el Hotel María Cristina. Estaba prevista la asistencia de cargos importantes, actores y actrices de fama mundial y gente diversa de la farándula. La mayoría de ellos ya llevaban sus escoltas y personal de seguridad privado, pero por parte del Gobierno ante la asistencia de políticos destacados, se había solicitado el refuerzo a nuestro cuerpo del segundo anillo de seguridad. Debíamos asistir al evento de etiqueta y como un invitado más. Infiltrarnos entre los asistentes para simplemente vigilar y estar atentos en el caso que fuera necesaria nuestra actuación. Por ello, me vestí con las mejores de mis galas. Un traje de Armani negro que aún tenía de la boda de uno de mis sobrinos y que me sentaba como un guante. Un clásico como yo, que como un buen perfume no pasan nunca de moda.
La gala inaugural transcurrió sin ningún incidente a destacar, todo tranquilo y en orden, lo que auguraba que el resto de la noche seguiría siendo así. Creo que quizás por eso, una vez trasladados a la fiesta posterior en el Hotel, me relajé un poco. El responsable del equipo me apostó en una esquina de la sala principal la cual era bastante pomposa. Su techo alto de doble altura se sostenía por una serie de columnas rematadas con capiteles corintios dorados. En los laterales de cada pared, un total de cinco puertas de estilo francés con franjas de damasco anunciaban la entrada de cada uno de los invitados. Toda ella era un alarde de ostentación, pero al mismo tiempo me sorprendió su belleza. No sé si por una luminosidad espectacular proporcionada gracias a una serie de candelabros y lámparas centenarias de bronce y cristal; o por sus enormes ventanales, que daban acceso a una impresionante terraza desde la cual las vistas al río Urumea te dejaban deslumbrado.
La fiesta estaba repleta de invitados, la mayoría de ellos caras conocidas del cine español e internacional, directores y algún que otro bellezón sacado seguramente de alguna portada de revista de moda. No tengo claro si era su belleza la que te cegaba o el destellar del reflejo de las luces en los collares, pendientes o brazaletes de diamantes que llevaban sobre ellas como si fueran un escaparate andante.
Desperté de golpe de mi ensoñación cuando alguien se tropezó conmigo, dándome un suave golpe por la espalda y provocando que parte de mi copa de Moet & Chandome, se desparramara.
– ¡Discúlpeme! – llegué a oír que me decía la voz dulce de una mujer entre el gentío.
Me giré al instante, pero simplemente fui capaz de verla de espaldas como se alejaba. Vestía un vestido largo, negro, ajustado y medio transparente que mostraba buena parte de su cuerpo, desdibujando las sinuosas curvas de su figura. Su espalda quedaba completamente al descubierto, perfectamente delineada y esculpida como si el mismo Michelangelo la hubiera cincelado. Su pelo largo, castaño y rizado parecía mantener aquel peligroso equilibrio entre la elegancia de un estudiado recogido y el desenfado de algunos mechones que le caían sobre sus hombros. La piel de su espalda quedaba nuda hasta la altura de la curva donde empezaba su trasero. Allí, la holgura de su vestido dejaba entrever la carnosidad y la turgencia de su culo. Permitiéndote dudar e imaginar con la posibilidad que no llevara ropa interior ¡Sí! ¡Decididamente era imposible que llevara con aquel vestido!.
Caminaba con paso firme, contoneándose ágil y elegante, siendo sabedora de su belleza. Parecía que nada ni nadie tuviera el nivel necesario para acercársele. Destacaba por su altura que se hacía más evidente al estar montada sobre unos altos y acharolados estilettos negros. Al instante aquella forma de moverse y contonearse como si de una pantera se tratara, me resultó muy familiar. Pero sin ninguna duda, la sutileza de la dulce y fresca fragancia a jazmín y geranio que desprendía su cuerpo al pasar fue la bofetada de realidad que necesitaba para darme cuenta que era ella. Que esta vez no era el producto de mi imaginación, ni los efectos de los ansiolíticos o el diazepan. Esta vez, ¡volvía a tener frente a mí a la Pantera Negra!
La seguí sin que se diera cuenta entre el laberinto de asistentes al evento. Intenté no perderla de vista, esperando que quizás me hubiera equivocado y no fuera ella. Pero con la abrumadora certeza que esta vez mi intuición y el penetrante aroma de aquel perfume que había quedado tatuado en mí memoria, no me engañaban. Se dirigió de forma decidida hacia un extremo de la sala y allí, entre el gentío, salió de ella y la perdí de vista. Aceleré mi paso para alcanzar su posición lo más rápido que pude. Al llegar a la altura de la puerta, me percaté que desde ella se accedía a un largo pasillo enmoquetado cuyas paredes estaban repletas de cuadros como si fuera una galería de arte.
Volví a recobrar el contacto visual con ella. La seguí manteniendo cierta distancia durante un rato, hasta que el ruido de la música y de las conversaciones de la gente de la fiesta, parecía un simple recuerdo del pasado. El pasillo estaba completamente solitario, así que aceleré el paso para aproximarme más. Me arriesgué a darle el alto, pero ella no se inmuto, no me oyó o simplemente creo que se hizo la sorda. Entonces vi como abría una de las puertas que se encontraba a su derecha, entrando en el interior y dejándola abierta tras de sí como dándome el beneplácito a que la siguiera.
Así lo hice, confiado o inconsciente, accediendo a aquella sala que resultó ser una preciosa biblioteca. Sus paredes se encontraban cubiertas de unas altas estanterías de madera noble que se erigían imponentes. En sus estantes, reposando a la espera de ser leídos lo que me parecieron ser por sus portadas de piel labradas, un gran número de libros incunables. La sala estaba parcialmente iluminada por una simple lámpara de pie de forja estilo barroco cuya luz amarillenta creaba un ambiente que nada tenía que envidiar a la mejor teatralización de lo que vendría a ser una novela policíaca. En el centro de la habitación, una gran mesa de reuniones de madera de cerezo perfectamente abrillantada y sus ocho sillas del mismo estilo, la coronaban. Tras ella, de espaldas, tranquila e impasible como esperándome, estaba mi pantera.
Saqué mi pistola y la apunté. Era un revólver de cuatro pulgadas, pequeño pero rápido y letal en las distancias cortas. Como habitualmente digo: . Siempre lo llevaba cargado con sus seis cartuchos. Siempre cargado, pero bien enfundado.
Ella se giró despacio y para nada sorprendida. Me miró y en sus verdes ojos vi reflejada el regodeo de una niña traviesa y pícara que está jugando a un juego. Una media sonrisa se dibujó en sus labios carnosos. Aquella sonrisa que terminó de convencerme que para ella todo aquello era un simple entretenimiento. Había estado y estaba, recreándose conmigo.
-¡Buenas noches mi Brigada Rubén! ¿Usted por aquí? – Me dijo con una voz dulce y burlona.
-¡No te muevas Pantera Negra, estás detenida!
La miré serio y manteniendo mi revolver aún en alto apuntándola. Mi intención no era más que intimidarla. Asustarla para hacerle entender que no se repetiría lo que había pasado entre nosotros en aquel primer y último encuentro. Solo quería demostrarle que no podía jugar más, que su pasatiempo había terminado. Pero en el fondo, ya no creía en mí mismo. Ya no confiaba en mi voluntad. ¡Ya no!
Ella no dijo nada. Simplemente continuó manteniéndome la mirada de una forma penetrante y seductora y empezó a caminar hacia mí.
-¡Qué no te muevas te he dicho! -le grité mientras la seguía apuntando con mi revolver para que no tuviera otro remedio que sentirse acobardada.
Pero cuanto más se aproximaba, más se filtraba el calor de su cuerpo semidesnudo a través de su vestido. Ella se mantenía impasible, sosteniéndome la mirada de una forma burlona y expectante. Ella y su calor corporal. Ella y su perfume rezumando por cada uno de los poros de su piel. Cada vez más cerca de mí. Hasta el punto de no ser capaz de distinguir dónde empezaba su aliento y terminaba el mío. Sintiendo su olor, su calor y toda la excitación que tenerla nuevamente tan cerca me provocaba. Aquella punzada que de golpe recorrió toda mi columna, hasta estallar en mi estómago. El ambiente se volvió más pesado, oprimiéndome el pecho y no dejándome respirar. Aparté mi mirada de sus ojos y, sin querer, la dirigí a sus labios carnosos que completamente apetecibles y húmedos se encontraban ni a diez centímetros de los míos. Tragué saliva y entonces supe que una vez más volvía a ser el cazador cazado. Una vez más, sucumbía a ella y al deseo que poseerla generaba en mi. La cogí impetuosamente por la cintura, acercando su cuerpo hacia el mío y fundiendo mis labios en la tersura y dulzura de los suyos. Ella no se resistió, entreabrió su boca para recibirme dejando que mi lengua se abriera paso entre sus labios para así poderla saborear. Estaba atrapado. Sabía que ya no tenía escapatoria, ni siquiera si ella se apartaba de mi. La odiaba. Odiaba que tuviera ese poder sobre mí y que en el fondo ella lo supiera.
Continuamos besándonos apasionadamente. La apreté fuertemente para sentir sus pechos redondos y turgentes contra mí. Para sentir su calor, mientras que mi mano se perdía por la tersura de su espalda desnuda hasta llegar a la curva de su trasero. Buscando en aquel infinito, el camino que me llevara a lo más oculto de su cuerpo. Pero no había contado que ella era una mujer de armas tomar quizás confiado porque la última vez pude domarla esposándola con mis grilletes. Entonces, ella se soltó y con paso calmado pero decidido y firme, se dirigió hacia el extremo de la gran mesa de cerezo que presidía el centro de la habitación. Apoyó su trasero sobre ella, separó de una forma tentadora sus piernas, me miró pícaramente y me enseñó la realidad de su secreto. De aquella fruta prohibida que había resultado ser puro veneno para mí.
Intenté recomponerme y que mi miembro entrara en razón. Estaba famélico de ella. Nuevamente estaba a punto de saltarme todas las reglas. La miré y me acerqué a ella quien me miraba deseándome. Adiviné lo que quería: que mi boca se perdiera en su sexo y decidí complacerla. Ella abrió más sus muslos, dejando que fuera mi lengua la se deslizara entre sus labios. Empecé a besar dulcemente su clítoris para saborearla. Olía a canela, a lujuria y a su perfume. Mi lengua se abandonó por cada uno de los pliegues de sus labios, al tiempo que con uno de mis dedos empezaba a masturbarla, adentrándolo acompasadamente en las profundidades de su sexo. Saboreándola y excitándola. Ella empezó a jadear. Hundió una de sus manos en mi cuello agarrándolo fuertemente, mientras se estremecía entre gemidos de placer. Noté como su otra mano temblaba intentando agarrarse a la madera de la mesa. En aquel momento toda ella explosionó en un gutural orgasmo al que le siguió una oleada de un dulce y acaramelado elixir que, todo al contrario de aplacar mi sed, la avivó aún más.
Me quité la americana, me descordé la corbata y empecé a desabrocharme los botones de la camisa, dejando mi pecho musculado y completamente depilado al descubierto.
Mi pene erecto trataba de abrirse camino a través de la bragueta de mi pantalón. Deseaba penetrarla. Pero en aquel momento ella me apartó, se bajó de la mesa y de un empujón, me tumbó boca abajo sobre ésta. Noté como sus dedos se esmuñían entre mi entrepierna, desabrochando diestramente mis pantalones y terminando de desvestirme de cintura para abajo. Quedé completamente desnudo, tendido sobre la mesa y a su merced como si de un pelele se tratara. En aquel momento, escuché el ruido metálico de la cremallera de su vestido deslizándose y el escurrir de su ropa por su cuerpo. Se subió a la mesa y pude sentir como la punta afilada de uno de sus zapatos de tacón se iba clavando, primero sobre uno de mis muslos, para después ir subiendo poco a poco hasta mi trasero. En aquel punto se recreó. Apretando con fuerza su estiletto para que sintiera el dolor como si fuera un punzón clavándose en mi piel. Pero por una extraña razón que desconozco, aquella sensación de dolor y de sometimiento, me provocó un placer y una excitación que nunca antes había experimentado.
-¡Gírese, mi Brigada! -me ordenó acto seguido, al tiempo que con la punta de su zapato acompañaba mi cadera para que realizara lo que ella me estaba exigiendo.
Obedecí sus órdenes como buen soldadito español que por la bandera hace lo que sea, y me volteé boca arriba. Mis ojos se abrieron como platos al contemplar el espectáculo que ella me regalaba. Se encontraba de pie, completamente desnuda y subida sobre sus tacones acharolados. Sus largas piernas se abrían a cada lado de mi cuerpo, permitiéndome visionar desde una perspectiva completamente diferente, el fruto que minutos antes había tenido en mi boca. De una manera muy sexy empezó a contonear sus caderas al compás de un baile seductor del cual yo era su único espectador, descendiendo poco a poco hasta sentarse a horcajadas sobre mí. Me quedé parado observándola. Observando su bella cara, sus ojos felinos y la expresión de su rostro. Ella agarró mi miembro con una de sus manos y certeramente lo colocó entre su entrepierna. La punta de mi glande la rozó, pudiendo sentir su humedad y el palpitar de su excitación. Lentamente, dejó deslizar su cuerpo hasta que la penetré y empezó a cabalgarme. Mis manos se dirigieron instintivamente a sus pechos los cuales eran más bonitos de lo que los recordaba. Grandes, turgentes y con unas aureolas marcadas y cobrizas. Pellizqué suavemente sus pezones esperando su reacción.
-¡Dios! ¡Me encanta, mi Brigada! -gimió mientras que en su rostro se dibujaba una mirada morbosa de placer.
Sentí como todo yo me aceleraba y como toda la sangre de mi cuerpo se acumulaba en mi pene hinchado. Deslicé mis manos a sus caderas, agarrándola fuertemente para poder apretarla con más fuerza hacia mí. Ella reaccionó exactamente como yo esperaba. Gimiendo con más fuerza al sentir como mi polla erecta se le clavaba más a dentro. La sentía tan húmeda, tan caliente, tan mía que ya no sabía dónde me encontraba, ni cual era la misión que me habían encomendado. Inició un cabalgar lento, acompasado y seductor. Sus uñas se hundieron suavemente en mi pecho, al tiempo que su espalda se empezó a arquear y aceleró el compás de su cuerpo. Se movía de una forma instintiva y desenfrenada. Sus pechos se contoneaban al ritmo de su cuerpo sudoroso. Los miraba completamente hipnotizado por aquel repicar. Fue entonces cuando me fijé que sus mejillas mostraban un tenue sonrojar, lo que me dejó entrever que aquella diosa tenía en el fondo una parte humana.
En aquel momento, sentí aquella familiar presión aumentando en mi miembro y como instintivamente, ella gimió y apretó su entrepierna cerrando sus paredes contra él. El orgasmo se hizo presente en ambos. Recorrió nuestros cuerpos como si de una descarga eléctrica se tratara, electrocutándonos y cortándonos la respiración al mismo tiempo. Nos corrimos juntos, saboreando el placer y la dulzura del momento vivido. Pero sin apenas tiempo para reaccionar de aquel éxtasis y aún jadeantes, ella me descabalgó, se bajó de la mesa, cogió su vestido y empezó a vestirse.
– ¡Muy bien mi Brigada! ¡Me has bien follado! -me soltó sin ningún tipo de pudor, mientras se subía la cremallera de su vestido.
– Bueno, si me apuras yo no diría que «te he follado», sino más bien que has sido tú quien me ha cabalgado -Le respondí fríamente.
-¡Cierto mi Brigada! ¡Usted siempre tan observador! Corrijo entonces. Digamos que usted ha sido en este caso mi Babieca y yo su Cid Campeador -Haciendo alusión al legendario caballo del héroe castellano Rodrigo Díaz de Vivar. Comparación que consiguió sacarme una sonrisa.
-¿Así soy tu trofeo de guerra? – Le pregunté siguiendo el juego que ella misma había iniciado.
– ¡No sé, dímelo tu! Aunque yo no te consideraría un trofeo. Creo que ambos queríamos que lo que ha pasado sucediera. Que ambos lo deseábamos y no voy a sentirme más o menos satisfecha por ello. Mis recompensas de esta noche han sido otras -Me respondió al tiempo que me guiñaba un ojo y se dirigía hacia la puerta de salida.
-¿Se puede saber a dónde vas? -Le pregunté.
– Me esperan ¿Qué a caso estoy detenida mi Brigada?. Si es así, nuevamente no me ha leído los derechos, así que no sé a qué espera. Aunque siendo sincera… creo que no tiene ninguna intención de hacerlo. Como yo tampoco tengo ninguna intención de explicar a nadie lo que ha sucedido entre nosotros ¿No es cierto?
Muy a mi pesar tenía razón. Por una parte, no tenía ninguna gana que ni aquel encuentro íntimo ni el anterior se hicieran públicos y, que por ellos tuviera que dar explicaciones a mis superiores. Pero en el fondo, había algo en ella que me causaba admiración. Su belleza, su seguridad, su picardía, su inteligencia y aquel saber hacer que la convertían en una maestra del hurto.
Se había forjado a ella misma. Un ladrón de guante blanco que con cada uno de sus golpes y timos se había convertido en el más buscado a nivel internacional. Un personaje de quien todo el mundo hablaba, pero a quien muy pocos había visto. La Pantera Negra de quien periodistas, investigadores y cuerpos de seguridad anhelaban conocer su identidad y dar caza. Esa era ella y yo la tenía frente a mí. Había podido disfrutar de sus caricias, de sus besos, de su cuerpo, de sus gemidos, de sus orgasmos y de su olor. Ella era mi Pantera y como tal debía vivir y seguir en libertad. Creo firmemente que adivinó lo que estaba pensando, ya que se acercó hacia mí y dulcemente me besó.
-¿Me acompaña a la puerta mi Brigada? Como le he dicho me están esperando -Me dijo mirándome directamente a los ojos como escrutando en mi mirada la respuesta que esperaba.
– ¡Usted primero! Las damas siempre primero -Respondí, al tiempo que con mi mano le hice un gesto gentil para cederle el paso.
Nos dirigimos hacia una de las salidas de emergencia del Hotel que daba a un pequeño callejón poco iluminado. Al abrir la puerta, ella se asomó. A unos metros, fui capaz de ver como los faros de un coche se iluminaron de forma intermitente haciéndole claramente una señal. Ella me miró algo seria.
-Bueno, debemos despedirnos Rubén. Hasta aquí nuestra aventura de esta noche. No te preocupes que hoy no me he portado muy mal. Simplemente he cogido prestados cuatro souvenirs sin importancia.
Aquella fue la primera vez que me llamó por mi nombre sin anteponer el apelativo brigada. Quizás por ello me atreví a preguntarle.
-Dime una cosa. ¿Cómo te llamas?
-¿Realmente importa? ¿Qué es un nombre sino una forma de identificarnos? ¿De etiquetarnos? Me conocen como la Pantera Negra, pero para ti siempre seré quien tú quieras que sea. Llámame María, Paula, Alba, Pilar, Soledad o simplemente Niña ¡Qué más da! Cuando debamos volver a encontrarnos lo haremos, pues esta vida es caprichosa y los Dioses juegan con nosotros. Pero mientras tanto, espérame en tus sueños y disfruta de esto -Me respondió, mientras depositaba en mi mano un fardo de billetes de cincuenta euros.
La miré e hice ademán de rechazar aquel dinero, pero ella cerró su mano sobre la mía acompañándola para que lo aceptara, al tiempo que llevaba su dedo índice a mi boca para hacerme callar. Acto seguido echó a correr hacia el vehículo que la esperaba y se subió a él. El coche arrancó y rápidamente se perdió entre la oscuridad de las calles.
A la mañana siguiente salió publicado en todos los diarios de tirada nacional:
«La Pantera Negra ha actuado de nuevo. Nuevo golpe de la Pantera Negra en la fiesta inaugural del Festival de cine de San Sebastián. Varias de las joyas cedidas por una famosa marca de joyería a la modelo Anie Suarez, le fueron sustraídas y reemplazadas por unas imitaciones en un descuido de la artista. La policía está realizando una exhaustiva investigación para esclarecer los hechos»
Releí la noticia en varias ocasiones, preguntándome como lo había podido hacer y lo más inquietante aún, ¿dónde cojones tenía guardadas las joyas?. Pues aquella noche, la había visto desnuda y ni entonces, ni cuando se marchó, llevaba nada en sus manos. Decidí no pensar más en ello. Cerré el diario y volví a contar el fajo de billetes que ella me había dado. Cinco mil euros no eran muchos, pero sí los suficientes para algún que otro capricho. Había sido una época de mucho trabajo y me merecía un poco de descanso.
Era hora de tomarme unas buenas vacaciones …
La NinyaMala
Nota de la autora: Cualquier parecido de sus personajes con la realidad, es pura coincidencia.
¡Verdaderamente exquisito! pues no solo su narrativa es limpia y fresca, si no que nos hace conectar con la trama y sus personajes.
Creo firmemente que debería dar el salto y que estos relatos le sirva para pasar a la novela, especialmente al género policiaco.
Gracias por regalarnos estos momentos de aventura y erotismo ya que a buen seguro le cuesta su tiempo y esfuerzo.
Un beso Niña mala.
Mil gracias Viejo lobo,
Me alegra le haya gustado. Un placer que lo valoren y espero poder seguir sorprendiendo les con nuevas aventuras y relatos.
Un beso
Ha sido curiosa la situación, hacia días que queria leer el relato y volver a imaginar en formato comic las aventuras del brigada.
Veo a Monica Naranjo y pienso, esto promete! Conecto la música y al empezar a leer me llega un aroma, viejos recuerdos de batallas, …
Felicidades mi bella «NinyaMala», un beso!
Hola Félix,
Pensaba que te había perdido como lector. Me alegra que no sea así y que como siempre me deleites con tus comentarios.
Impaciente estoy porque me cuentes por privado esas batallitas a las que mi relato te ha recordado. Me has abierto la curiosidad
Un abrazo
Hola!!, me encanta tu forma de realizar el contenido, el mundo necesita mas gente como tu
Mil gracias por leerme y comentar